Así lo cuidarán profesionales.
Así lo visitaremos más seguido.
Así lo pasará mejor.
Asilo...
Así lo cuidarán profesionales.
Así lo visitaremos más seguido.
Así lo pasará mejor.
Asilo...
—Es injusto, ¡después de lo que hizo el maldito sale libre.
—Libre pero no impune. Se puede caminar por la calle y estar encerrado entre cuatro paredes inmateriales al mismo tiempo.
―¿Cómo sería eso?
―Mediante una restricción hipnótica.Una cómoda cárcel mental de la que no te dan ganas de salir. Ahora su vida se reduce a levantarse, ir al trabajo, comer, dormir y repetirlo todo día tras día, como un buen ciudadano.
Luego de cumplir esa rutina invariable durante veinticinco años, llega el verdadero castigo, los liberados experimentan un despertar súbito del alma, un ansia insoportable por cumplir de inmediato cada sueño postergado. Pero esos sueños han volado lejos y al momento comprenden que han desperdiciado su vida. La mayoría muere de tristeza o se suicida
―Entiendo…
—¿En la tierra no tenían cárceles así?
—Sí… no. Es complicado.
—El baño es solo para los clientes.
La máquina descongeló y conectó al humano para preguntarle.
Es un ciclo, cada tanto el calorcito vuelve. Otra vez empezamos a sudar mientras la gente que pasa nos mira, nos huele, suspira y sigue. Somos rehenes de un mecanismo impiadoso. Atados de pies y manos giramos alrededor de la promesa de un cuerpo sin grasa con la piel crocante y un bronceado uniforme.
Una pareja se detiene frente a la vidriera de la rotisería. La mujer me señala y le dice al marido:
―Viejo, ¿y si llevamos un pollo al spiedo?
El capitán intentaba reparar el radar de la nave. Estaba frustrado cuando recurrió a su ayudante.
Lo sabrás sin duda alguna cuando te lo griten tus huesos. Que la chica de tus sueños existe y que se van a cruzar sus caminos. ¿Y cómo podrás reconocerla? Porque se complementarán. Ella será todo lo que vos no sos, como tu negativo. Escéptica y desordenada, femenina, realista, adaptable… ¡pero hay tantas mujeres así! Rubiona, bajita, pulposa, fragante… No demores tanto definiéndola, mientras más envejezcas deberás buscarla más joven.
Hace un tiempo, me derivaron un paciente obsesionado con evitar la palabra año. Nada terrible, el tipo deseaba "feliz aniversario" y cumplía "treinta primaveras".
Acorralado por las deudas, intentó la última locura. Lanzó al mercado unas bolsas llenas de aire que en el frente anunciaban: "Alimento para la fe". Los colores llamativos, la publicidad y el precio accesible completaron la trampa.
La fachada mostraba el nombre de la novia de Ror en letras gigantes.
―Mencionaste que vivía en este edificio, no que tu novia “era” el edificio ―dijo Pelzir.
―Ella no “es” el edificio, Pelzir, solo vive dentro. Una nerkiana necesita espacio.
―¿Entonces es verdad? ¿Es tan enorme?
―Sus pies están en planta baja y su cabeza termina en el piso 21, ya dirás.
Tras anunciarse, los amigos tomaron un ascensor.
―¿Piso 19? ¿No vamos al 21?
―Queremos hablar con ella, sus oídos están en el piso 19.
―Oh, entiendo. ¿Y su boca?
Ror resopló poniendo los ojos en blanco.
―Su voz resuena en todo el edificio, bobo.
La reunión resultó mejor de lo que Pelzir imaginaba. La chica-edificio era encantadora y como azafata espacial tenía miles de anécdotas. Un buen rato después, Pelzir se despidió diciendo que tenía cosas que hacer. Ambos amigos regresaron al ascensor y Ror presionó el botón de bajar.
―¿También te vas? —pregunto Pelzir
―¿Cómo crees, ahora que quedaremos a solas? ―.
Ror sacó veinte créditos y los metió en el bolsillo de Pelzir, después alzó sus tres cejas y guiñó a su amigo con el ojo de enmedio.
―Eso es para el taxi. Yo tengo asuntos en el octavo piso.
Cuando despertó por enésima vez, el dinosaurio, gastado, manoseado, analizado hasta el hartazgo, todavía estaba allí.
―Es buena médium, tal vez la mejor, pero está muy sola.
―Es que no sabe comunicarse con los vivos.
Descansa manso sobre el regazo de su dueña. Ella lo acaricia y llora porque su bebé murió y ahora el gato es su único consuelo.
La pesadilla duró algo más de un año, puede parecer poco tiempo, pero es mucho en la vida de un gato. Todavía recuerda los alaridos de ella, sus puños deshaciéndose contra los escalones ―¡Maldita, maldita escalera! ―, pero también recuerda el miedo y la angustia, el maltrato y las humillaciones a las que el niño lo sometía. Eso tenía que terminar.
Fue un desgraciado accidente, ¿verdad que sí? Corleone entrecierra los ojos y ronronea, su dueña llora y lo acaricia.
Desde el corazón del bosque solo han llegado algunos cuervos y urracas. Los enanos que aún quedan se retuercen las manos. El desdentado rey, antaño príncipe azul, se inclina sobre el ataúd de cristal y besa sus labios fríos en obstinada sucesión. Pero el menú de hoy no incluye perdices, esta vez, Blancanieves, se murió de verdad.
—¿Acaso conoceis la poesía?¿Hay poetas en tu civilización?
―No, jaja. ¡Que antigüedad! Tenemos máquinas, inteligencias artificiales, encargadas de eso. Generan diez mil poesías por segundo.
―Y esas poesías, ¿conmueven?
―Ya lo creo que conmueven. Programamos millones de robots para conmoverse con ellas.
En palabras de mi padre, si quieres ofender a una persona, lo mejor es criticar su comida.
―¡Maravilloso! Hará las delicias de los visitantes en nuestro gran museo del transporte. ¡Emprenda el regreso apenas esté a bordo!
―Hay un problema, excelencia. Está infestado de parásitos potencialmente peligrosos.
—¿Parásitos?
―Bacterias, algunos ácaros e insectos y también cuatro humanos.
―¡Esterilización extrema de emergencia!
―¡Enseguida, señor!
―Pero antes, devuelvan a las bacterias, ácaros e insectos al ecosistema, nosotros no matamos inocentes.
Su cara es como cualquier otra y a la vez única para mí. Una sutil comezón aflora en mi mente, conozco a esa persona pero no sé de dónde ni de cuándo, porque ese rostro es ajeno a este lugar y a este momento. Cada gesto, cada mirada es una pista.
Huyendo de la luz que ya se cuela entre las persianas, enredado con las sábanas, hecho un bicho-canasto, remonta el colchón y la resaca hasta topar con el cuerpo amado.
Alguien se suicidó.
Alguien escribió un cuento sobre el fin del mundo.
Viajar en colectivo por la autopista siempre dispara mi imaginación. Alguien abre una ventanilla y el viento en la cara cambia la monotonía del administrativo por la adrenalina de un intrépido surfista. Entonces, cautelosamente, me animo a soltar las manos del soporte. Sonrío y flexiono apenas las rodillas para mantener el equilibrio. Es una sensación increíble hasta que una frenada brutal me arroja sobre un tipo gigante que va durmiendo. El infame gorila se queda mirándome desde su asiento. Estoy paralizado. Reacciona, se dispone a aniquilarme y de pronto entrecierra los ojos. Mi alma se debate en el péndulo de sus párpados ―¿lo hará? ¿no lo hará? ¿lo hará? ―, hasta que el bamboleo hipnótico del colectivo gana la batalla y Gargantúa rinde la testuz ante Morfeo.
Por el retrovisor, el chofer me mira como diciendo: ―¡Que salvada!