Un desconocido de extrañas facciones trataba de decirle algo con gestos a través de la pista.
Dos años después, cuando volvió a verlo en el subterráneo, lo ignoró.
Desde ese episodio, el extraño se le apareció más frecuentemente. Siempre a la distancia mezclado con la multitud, urgido por hablarle.
A veces, fingía no verlo y otras intentó devolverle los gestos, pero sólo logró llamar la atención del gentío que no parecía verlo.
Los últimos meses fueron insoportables. El extraño aparecía todo el tiempo con esa angustiante gestualidad y sus labios sin sonido, poniendo a prueba su cordura. Se estaba volviendo loco, veía al sujeto en todas partes. Tenía que remediarlo y como los locos hacen locuras, se clavó un punzón en los ojos.
Llegó al hospital ciego y herido pero muy, muy tranquilo.
Luego de sedantes y curaciones, despertó a sus plácidas tinieblas en la habitación del ala psiquiátrica.
Una voz amable lo recibió:
—Señor Quijano, por suerte, las lesiones que te has causado no han tenido consecuencias graves. Solo has perdido la vista. Y ahora, mi querido cieguito, voy a encargarme de tus oídos.
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