Ahora, con el revólver apuntándole no dejaba de pensarlo.
—La guita, vieja, entregála o te quemo.
Ella lo recordaba, era Rivas, pero del chico sensible que leía poemas, nada había dejado la droga. ¿O si?
—Yo te tuve en tercero, ¿no te acordás? Soy la señorita Marta. Yo te enseñe a leer.
El muchachón la miró y una lucecita alumbró el fondo de sus ojos vidriosos. Marta la vio apagarse.
—¡Que leer ni que mierda, vieja! ¡La guita!
Todo se le vino abajo de golpe. ¿Enzo tenía razón?
—Tranquilo, no hace falta el revólver, yo te puedo a ayudar.
Su alumno ya no estaba allí.
—¡Me das la guita ahora o la mato a la piba esta! ―gritó manoteando a su hija, que dejó escapar un sollozo.
Muerta de miedo, Marta metió lentamente la mano en su bolso, empuñó, sin sacarla, el arma que guardaba en su interior y apuntó con ella a Rivas.
¡La puta que te parió, Enzo!, pensó al cerrar los ojos y apretar el gatillo.
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