A veces creo que es un niño y otras estoy seguro de que el pequeño robot juega con todos nosotros. Esa tarde, por ejemplo, intentaba escabullirse de mí, escondiendo torpemente algo a su espalda.
―Ocho Pines, ven acá.
―Estoy apurado, mi capitán.
―Sabes que no puedes desobedecer una orden directa.
El niño robot se acercó con cautela, ocultando de mi vista sus manopinzas.
―Dámelo.
―Usted… no quiere esto, capitán ―suspiró.
―Es una orden.
Resignado, me mostró la cajita que escondía en su metálica palma. Se la arrebaté en el acto. La tapa tornasolada tenía grabado un símbolo desconocido.
―No la abra ―musitó.
Como es lógico, actué a la inversa. Apenas levanté la tapa, me deslumbró el brillo del sol sobre el mar al tiempo que una inmensa ola rompía sobre mi cabeza y me revolcaba por la playa en un remolino de arena y agua salada.
―A golpes se hacen los hombres ―escuché decir a mi padre mientras me levantaba tosiendo.
Oír de nuevo aquella voz me causó tanta ansiedad que rompí a llorar. Ocho Pines levantó la cajita del suelo y la cerró despacio.
―Feliz cumpleaños, capitán.
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