La peste mató a todos en el castillo. A todos menos al mísero eunuco, quien desde entonces disfrutaba de todos los lujos. Comía de los manjares reales, se revolcaba desnudo sobre el fino armiño, se aliviaba tras el trono y se limpiaba el trasero con los tapices de brocado.
Todo iba así, hasta el día en que se materializó frente a él el fantasma del rey y al verlo despatarrado sobre el trono, bramó furioso:
—¡Levántate de inmediato, infeliz, muestra respeto a tu rey y cubre tus indecencias!
El eunuco se asustó mucho al principio, pero, luego de pensar un poco, tomó coraje y lo desafió:
—En vida fuiste cruel y despiadado, pero ahora me rio de tus amenazas, pues estás muerto, tirano. No puedes tocarme, no puedes castigarme.
El fantasma quedó pasmado, ese bribón tenía razón, nunca podría… de pronto sonrió. De la entrepierna del esclavo colgaban dos testículos fantasmales.
Los lugareños atribuyen los alaridos a las ánimas dolientes del castillo.
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