El carrilero desborda y tira el centro. El delantero salta más alto y cabecea, parece que se va, suspenso…
Al final, la pelota choca contra un palo y se mete.
―¡Goooool! ―gritamos en la tribuna y nos abrazamos con cualquier desconocido.
Y lloramos, como en una catarsis.
El tiempo parece detenido.
El desahogo crece, se contagia a la parcialidad rival.
Ahora todos festejamos el fin de la pesadilla, el comienzo de algo nuevo.
El resultado ya no importa a nadie, el partido no continuará.
Primero hay que curarse del horror, el aislamiento, la muerte.
Descargar el miedo y abrazar la esperanza.
Es el primer gol después de la peste.
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