Lo despertó el ruido de la pala. Se asomó al campo y divisó la silueta, cavando.
Llevaba un uniforme harapiento, los botones brillaban bajo la luna.
El viejo Quintana ―que sabía por experiencia cómo la guerra revolvía la cabeza de un cristiano―, se acercó.
—Mbaetekó, soldado —lo saludó —. ¿Cavando trincheras?
—¡Y una mierda!, vos también andás buscando el oro que enterramos con el General Caballero—contestó el loco, algo aprensivo—.
El viejo se compadeció al ver la docena de pozos que llevaba excavados.
—Vamos a mi rancho, Cambá, te invito un mate cocido.
—Ni mamau largo, viejo, tengo que seguir.
—No seás mboré, loco, que cuando muerás nada te vas a llevar.
El soldad lo miró condescendiente.
—¿Y a vos quién te dijo que estamos vivos, Quintana?
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