El viejo gitano los miraba, divertido, mientras me golpeaban en el estómago exigéndome el pago de la deuda.
—Oh, Jerry, sin suerte ni dinero no deberías jugar —me advertía demasiado tarde.
Los golpes dolían pero dolía más la vergüenza de que todo sucediera frente a la abuela Kriska.
Kriska Jovanka no era mi abuela, me pagaba por acompañarla al hospital y en ese momento yo no estaba en posición de despreciar ningún dinero.
Mientras me golpeaban, la anciana hizo al viejo gitano un gesto de acercarse.
Él, se agachó junto a su boca para escucharla por sobre mis quejidos.
La abuela murmuró brevemente en su oído y el gitano se puso pálido, asintió nervioso y de inmediato ordenó a sus gorilas que me dejaran en paz, hizo un extraño signo en el aire y se retiró sin darle la espalda.
Nunca supe lo que la anciana le dijo aquella mañana, jamás me cobraron la deuda ni volvieron a molestarme después de ese día.
La abuela Kriska murió al poco tiempo, llevándose consigo el secreto.
En su memoria, nunca más pisé una mesa de juego.
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