Su llanto contrae el duro corazón de los dos hermanos.
El menor se tapa los oídos con desesperación;
el otro se arrima estremecido y a duras penas logra cortar el sedal y arrojarlo por la borda.
Una semana después, siguen sin salir a pescar y sin hablar de aquello.
Marcharse a Buenos Aires para trabajar de albañiles es su única opción.
Les cae bien el asado de falda de la obra.
Nunca más el río, nunca más pescado.
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