—¿Ya pasó otro año? —preguntó el capitán resignado—. No pensarás contarme la historia de nuevo…
Ignorando el pedido, el insectoide comenzó su relato:
—Luego de mucho buscar, el operador consiguió por fin guardar su ensambladora. El dueño de un galpón abandonado se apiadó y le permitió depositarla allí, entre dos bestias de tiro mecánicas, rodeada de pilas de chatarra.
Pero esa noche, la máquina recorrió el lugar reuniendo piezas viejas y ensambló un robot-niño —El insectoide abrió los brazos sobreactuando asombro—. ¡¿Como pudo hacerlo?! ¡No tenía programación alguna! Eso fué un milagro.
Aquella madrugada nos atrajo el fulgor de la soldadura reflejándose en el cielo. Mirtew, Glihin y yo solíamos descansar en ese galpón abandonado. Al ver al robotito, decidimos regalarle algunas cosas que guardábamos ahí: aceite lubricante, unos remaches dorados y un conector de ocho pines.
Su increíble advenimiento auguraba un gran destino al pequeño robot. Al marcharse, el necio operador lo abandonó y yo lo tomé a mi cuidado. Nunca pensé que me causaría tantos problemas. Era mentiroso y desobediente, decía que algún día dejaría de ser una máquina para convertirse en un niño real. Yo lo acompañaba a todas partes, aconsejándolo, mostrándole el buen camino.
—¿Eras como su conciencia?
—No sé qué significa eso, lo hice por cariño.
¡Volver a la nave nodriza!
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