—¿Me permite? —me dijo el que atendía el mostrador. Acto seguido movió las manos detrás de mi cuello y sacó algo de entre el forro de mi abrigo. De pronto me sentí ligero, inocente.
—Ajajá… —Ante mi perplejidad, sacudió lo que parecía un trapo viejo que apestaba a rancio y me explicó: —Su conciencia está muy sucia, amigo. Ha hecho algunas cositas que… bueno, nada, le haremos un lavado, a conciencia.
—¿Funcionará? —pregunté sorprendido.
El dependiente guiño un ojo y señaló en el cartel la palabra “garantizados”, después alzó mi conciencia con dos dedos y la dejó caer en el agujero de lo que parecía un simple lavarropas.
—Espere en la salita mientras nosotros trabajamos —ofreció.
Me dormí con el sonido de la máquina y desperté en mi cama, aliviado de que todo aquello fuera solo un sueño. A partir de entonces dormí como un angelito, al menos hasta el siguiente mes cuando descubrí un exorbitante cargo en mi tarjeta de crédito.
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