Algo terrible tienen los fantasmas del pasado, uno termina naturalizando su presencia.
En la sala de espera del médico de viejos vi a mi noviecita de la escuela primaria, Ofelita Maglares, un adorable fantasmita de siete años que correteaba entre los pacientes quienes la ignoraban olímpicamente.
Ofelita estaba igual que hace setenta años: trenzas rubias, carita de gringa del campo, ¡hasta llevaba el mismo vestidito celeste que recuerdo!
Siempre me cuido de disimular con los fantasmas, pero esta vez quedé embobado contemplando la imagen viva de mi amor infantil.
―¡Maglares, Ofelia!
La voz resonó en la sala y a mí se me cayó la mandíbula. ¿Volvía a escuchar a la maestra tomándonos lista?
Una vieja avinagrada se levantó de entre los otros que esperaban.
―Vamos, Luli ―llamó la vieja a mi niña fantasma.
—Si, abuelita.
Cuando pasaron a mi lado, la anciana escupió una acusación:
―¡Viejo degenerado!
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