Entre el humo se adivinaban varios pedazos de cadáveres, abandonados sin ningún orden sobre los barrotes candentes de una reja.
Una incomprensible profusión de vísceras, huesos, carne...
En el suelo, diminutas ascuas ardientes —provenientes de árboles quemados —, completaban el cuadro con su sordo crepitar.
Extremidades sin cuerpo, olor a piel chamuscada, todo allí invitaba al vómito.
Aquel grupo de salvajes primitivos parecía disfrutar de la masacre. Bebían y comían intercambiando historias sin tiempo.
El líder alzó la mano para imponer silencio y reclamó:
—¡Un aplauso para el asador, che!
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