Las sociedades primitivas humanas ya adoraban la belleza.
Entonces eran los lindos quienes se emparejaban con otros lindos. Lindos y un poco narcisistas. El exceso de autoestima hacía que se ocuparan mucho de sí mismos. Entonces apenas tenían uno, máximo dos hijos.
Por oposición, los feos debíamos juntarnos con otros feos y la incertidumbre de tener oportunidades de apareamiento nos predisponía aprovecharlas. Así tuvimos muchos hijos, por lo general feos.
Con el tiempo, la población de feos creció y creció en progresión geométrica descontrolada hasta el punto en que, ¡oh, sabia madre naturaleza!, aquella mayoría social consiguió invertir sus cánones de belleza.
Y ahora los feos pasamos a ser considerados lindos y viceversa. El ciclo se reinicia.
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