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sábado, 29 de diciembre de 2018

Tarde de perros

Cada otoño es diferente pero todos me recuerdan a aquel otoño.
Éramos jóvenes, nos guiábamos más por el olfato que otra cosa. Así enseguida te encontré, con tu pelo rojizo algo desgreñado, en la puerta de la carnicería. Ibas al mercado para soñar con sus deliciosas mercancías, inalcanzables para los de nuestra clase.

—¿Tenés algo que hacer?
—Ahora que viniste no —dijiste pícara.
—Vamos a la plaza, hay feria de comidas. En una de esas nos dan algo.

Por el camino, marcamos un árbol con nuestros nombres y saludamos al flaco Fido que presumía una cadena dorada con su nombre.

En la plaza, fue llegar y oler: hamburguesas, panchos, chorizos...nos daban ganas de aullar de gusto.
Nos acercamos a un puesto de choris con nuestra ensayada cara de lástima, orientando la cabeza hacia el humo. Cada vez más cerca, más cerquita.

Todo sucedió en un segundo. El vendedor quiso alejarte de una patada. Vos aprovecháste para robarle un chorizo y correr. A cruzar la maldita avenida. ¡No! Todavía huelo la goma quemada de las llantas del camión. Ahí quedó tu cuerpo, desangelado; y mi desesperación y la gente alrededor, solo por un rato. 

¡Basta!, ya es suficiente.
Soy Ricardo, escribo esto desde el taller literario de la cárcel. El otoño siempre me recuerda a Gaby.



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